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Prescinde de tu orgullo, de tu odio, de tu vanidad, de tu rencor, de tu debilidad, de tu miseria y volarás alto liberado de tanto peso inútil.

LA SIRENA

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No estaba varada, estaba agotada.
La sirena, tumbada sobre las rocas con su larga cola verde turquesa con escamas amarillas y violetas, sorprendente y perfecta, larguísima, dos metros de cola colocada sobre las rocas del litoral.

La piel suave y blanca, los pechos pequeños y desnudos. Se cree, se dice, que los llevan cubiertos, pero no es así, las sirenas van completamente desnudas. El pelo rojo como el coral sucio de algas y arena, inhumanamente brillante se secaba al sol, rizado y obsceno. Y sus labios rosa pálido, los ojos verde mar verde, entreabiertos. La sirena estaba cansada, dormitando y atontada bajo el sol sobre la playa.

Samuel paseaba por la playa comiendo chocolate, llevaba así desde la mañana, se había separado del resto de los equipos de búsqueda, buscaban a una señora de 37 años morena menuda y que llevaba un bañador de cuerpo entero azul. Él buscaba a su madre, una mujer maravillosa, dulce, que hacía los mejores espaguetis con margarina del mundo y le cortaba el pelo y luego se lo olía. Así que decidió separase del grupo, con el chocolate que le dio su padre para resistir la búsqueda y desobedeciéndole, de hecho, se escapó de la marabunta.

Ahí vio a la sirena, se maravilló del brillo de su piel, del rosa de sus pezones y de la longitud de su cola.

Como era un niño curioso se acercó a ella, se acuclilló ante su cara y puso el chocolate en la naricilla del pez, o lo que sea. Ésta lo olfateó con dulzura y el pequeño la tentaba separando el chocolate un poco de la nariz y luego acariciando sus labios con él, ella sacó su lengua y lamió un poco el chocolate, Samuel lo retiró al instante y ella abrió los ojos. Él le metió el chocolate en la boca. A estos peces se les pesca con chocolate.

-¿Quién eres tú?- dijo ella abriendo sus hermosos ojos, tenía la belleza de las mujeres muy bellas. Cejas altas, rasgos afilados, lo que se sabe, lo que imaginas. El pequeño dijo:
 –Soy Samuel, estoy buscando a mi madre, se ha ahogado, dicen que está muerta, pero yo no lo sé, y todos la estamos buscando desde hace días- ella sonrió dulcemente y se sentó estirando primero su cola en toda su magnificencia y Samuel la miraba con admiración, qué maravilla de cola, qué flexible, era como de goma. Estiró también sus brazos y sus dedos, bostezó y se sentó sobre su cola enrollada. – ¿Cuántos años tienes?- dijo la sirena. –nueve- contesto Samuel -¿y tú?- -no lo sé, trescientos y algo o así… no sé, no se me dan bien las cuentas- -a mí tampoco. ¿Eres una sirena?- preguntó, ella sonrió y con la uña de su dedo índice se acaricio las escamas de la cola. El rió, se miraron felices. -¿Cómo sabes si tu madre ha muerto?- el niño miró al mar con odio y dijo- porque cada día que paso sin ella es más improbable que este viva, pero yo la siento viva y quiero verla enseguida- la sirena le dijo –yo nado muy bien, quería tomar el sol, y estoy harta del mar, pero nado muy bien, si quieres te llevo por el océano a más velocidad que cualquier barco y la buscamos por todas partes. Muerta o viva, mereces verla.- Samuel accedió y nadaron por el mar, sumergiéndose profundamente, y el niño no podía respirar y miraba con terror los ojos verdes de la bestia que sonría malévola hasta que en un suspiro se ahogó. La sirena sonreía y pensó que todos creerían que había hecho una buena obra, llevar al niño a la vera de la madre, pero sabía que la mejor obra había sido aplacar su aburrimiento.

Cuando la madre fue devuelta a la península rescatada por un pesquero marroquí y supo que su hijo había muerto buscándola, sitio tanto dolor que cayó en una profunda melancolía de la que nunca saldría.

Y es que las sirenas se parecen mucho a las plantas carnívoras, son demasiado hermosas para ser buenas.