La pequeña Candela


El apodo de "pequeña Candela" hacía años que ya no tenía gracia. Ya no era pequeña, era vieja y fea, gris o de color de sombra. Todo esto hacía que, más que pequeña y fea, fuera invisible.

Trabajaba en el Instituto Nacional Forense, en el departamento de investigación entomológica.

Estrictamente sola, muy respetada, día tras día hacía su jornada laboral.

Cuarenta y cuatro años. Y sin embargo, aun su corazón tarareaba canciones propias de la infancia cuando paseaba por las calles de su ciudad. Y aun dedicaba una sonrisa a una mariposa. Y sí, aún sentía una vergüenza humillante si, por casualidad, descubría que llevaba abierta la cremallera de su falda.

Y aunque todo era gris en ella, sus labios eran rojo oscuro intenso, bien formados, gruesos, y resecos debido, a la falta de mimo, la mala calidad del carmín y a que no acostumbraba a retocárselos. Contrastaban con el pelo, raya en medio, prieto y oscuro, con algunas canas que se escapaban de su torpe tinte. Ojos marrones, uno algo más cerrado que el otro, gesto que fue imperceptible hasta los treinta y cinco o más, edad en que la flaccidez, y la tristeza, lo hicieron más patente.

Pero a partir de entonces el gesto se transformó en inquisitivo, gesto de sabiduría, toda una lumbrera. Se supo sabia e importante y supo, también, que no había razón para dar explicaciones a tanto crío ignorante que estudiaba insectos con entusiasmo. Su libro hablaba por ella, si con eso no tenían suficiente, un oportuno alzamiento de ceja bastaba. Y de repente, como por arte de magia, todos consideraban mucho más documentado su libro. Miedo daba la pequeña vieja y fea Candela. ¿Fea? quizá no, quizá no era fea, pero ella siempre había creído serlo, de manera, que nadie se atrevía a contradecir a la mujer del alzamiento de ceja.

Si olía a violetas, nadie lo sabía, parecía que oliera a alcanfor.

Una mañana de primavera, miraba a través de su lupa, cuando por una mezcla de mala suerte y músculos fríos, sufrió un tirón en el cuello. Dolía mucho. Se tumbó en la camilla, y se puso una toalla caliente. El calor la confortó, pero le seguía doliendo. Hacía algo de frió en el laboratorio, como siempre, vestida con su bata blanca, tumbada en la camilla, rebuscó en su bolso, myolastan, ahí estaban las píldoras del placer. Se tomó dos, parecía una muerta más, y se durmió.

Pero la primavera le dio una tregua y un rayo de sol fue a caer a su pelo, que se convirtió en dorado, su piel refulgía, blancura luminosa en cada partícula encendida de polvo que volaba. La expresión de placer psicotrópico la delataba. Por fin, cuarenta y cuatro años tarde, Candela se relajó.

Pablo de esto no tenía ni idea. Su trabajo era ser feliz, era el hombre más feliz del mundo y a jornada completa.

Pero hoy el día se dibuja medio triste. No había colegio, gran desgracia. Los días que no había colegio tenía serios problemas para encontrar comida.

Las madres intentaban, al menos algunas, que sus hijos comieran sano, y les hacían los bocadillos. Pero los niños se gastaban el dinero, que también les daban, en chucherías y, claro, algunos tiraban los bocadillos. El instituto también era un buffet libre, si sabías donde buscar, las anoréxicas se deshacían a escondidas de sus bocatas y Pablo las tenía fichadas a todas. Tiraban toda su comida en el parque o en la papelera cerca del bus, muchas en el váter, algo imperdonable para él, pero lo consideraba como un "daño colateral".

La guitarra al hombro.

En su mochila siempre algunos libros viejos y manoseados.

Aquella mañana, el mismo rayo de luz que bañaba a Candela, verdeaba el jardín del instituto forense. Todos fumaban, Pablo, comprobando que seguramente no le sería demasiado difícil entrar, entró. Siempre había una nevera que saquear, un bocadillo que robar, siempre había comida donde la gente trabajaba y siempre confiaban y la dejaban, así, a la vista.

Y contento anduvo por los pasillos de suelos estériles de hospital. Olor a formol y a miedo. Olor a hospital de muertos. Calor, mucho, en los pasillos. Llegó al reino del hielo eterno, donde dormía Candela.

Qué muerta tan hermosa. No estaría muerta.

Se acercó a ella. Miró las paredes llenas de vitrinas de bichos.

En pie, a su lado, con el dorso de la mano le acarició suave la piel de su rosada de la mejilla. Candela, como un animalillo se movió hacía la mano, buscando cariño y calor. Claro que no está muerta, sólo dormida. Y al notar la necesidad de cariño que ella tenía, siguió tocándole la cara, acariciándole el cuello. Y se tumbó, a su lado. Sólo quería darle calor y acariciarla. Pero la caricia fue el beso del príncipe, y Candela le agarró deseosa. Y dormida, casi sonámbula, se le abalanzó, oliéndole con ansiedad y moviendo su pelvis.

Como buen caballero español, Pablo era todo un hombre, así que se dejó llevar, y acabaron haciendo el amor. Él contra la fantasía semi-inconsciente de ella, que tuvo y siempre lo diría así, la mejor fantasía sexual de su vida.

Al terminar Pablo sabía que no la había violado. Más bien al revés. La dejó, más sonriente que con el myolastan y bien tapada. Ya se había escondido el rayo de sol. Olía como a atún en el bolso de ella, le robó el bocadillo y decidió no olvidarla jamás.

Para él, ahora ella era la mujer más hermosa del mundo… Se despertó lozana, impúdica, Con una risilla traviesa saltó de la camilla y decidió no hacerse el moño. Ni se acordaba del tirón del cuello. Salió hecha una jovencita del laboratorio.

Por una vez los hombres que con ella trabajan la vieron, dejó de ser invisible. Sonreía a sus compañeros que, sin saber qué hacer, le devolvían, sorprendidos, la sonrisa.

Limpieza de cutis, uñas, maquillaje ¡OH! Y sobre todo, por fin, depilación de cejas que endulzo su alzamiento tan temido sin perder poder alguno.

Una camiseta de algodón barata y rosa, prieta, un sujetador al fin de su justa talla, que alzaba su pecho. Y sí, Candela robaba alguna mirada que otra en el metro, en el bus, paseando...

Pero, no todo era bueno. Precoz, tuvo la menopausia. Como buena científica consideró si el hecho de su regla perdida podría tener que ver con su felicidad encontrada, pero no parecía haber relación. Así que, concluyó, era la menopausia.

Estaba regordeta, renovó su vestuario, y paseaba porque sí. Fantaseaba con gigantes salvajes llenos de pelos y brutalidad, se masturbaba a diario, una media de dos veces, y sus orgasmos resonaban abiertamente. El pecho se le quería salir del escote ¡Estaba tan feliz! Comía, era normal que engordase. Se ponía morada de galletas saladas, pistachos, y de melón. Sentía una creciente necesidad de comer esta fruta, que no se explicaba pero que era bienvenida.

Y Pablo no la podía olvidar. ¿Cómo olvidar a la dulce cachondona que le olía?. Él sí notó su perfume de violetas, y la recordaba por esto. Recordó el sabor de la mayonesa comprada del bocadillo de atún. Recordó el olor de formol. Los insectos en las paredes. Las ganas de ella...

Pero no tenía nada que ofrecer, y nada sabía de ella. Estaría casada y eso explicaría su acumulada hambre sexual.

Tocó la guitarra a conciencia, incluso se marcó un cante por bulerías. No tenía pinta alguna de gitano, más bien de bárbaro, con la melena clara despeinada, alto y fuerte. Volvería a verla.

Se compró una camiseta amplia del color de sus ojos, se peinó con suavizante. Aunque siempre fue muy limpio, sentía que tenía el olor de la pobreza pegado y se lavó más y mejor, se corto las uñas de los pies, se puso sus mejores pantalones (tampoco era como para comprarse unos nuevos, ya tenía dos) y el hombre menos presumido del mundo reemprendió su trayecto al instituto nacional forense a reencontrarse con la mujer menos presumida del mundo.

Ahí estaba.

Sonrió Pablo mirándola tras el cristal. Ella comía galletas con queso, no paraba de comer, escuchaba el lago de los cisnes y sacaba gordas larvas del oído de un cadáver. Bailando de acá para allá como el cisne que se sentía nuestra patita fea. Y no le importaba el hedor de la muerte lo más mínimo. Ni a Pablo, él olía las violetas. Pero en un giro danzante de irresponsable forense, le vio, a través del cristal.

Alzó su deja y lanzó todos sus tanques de guerra. De repente las violetas desaparecieron, el cisne y el pato feo, sólo había una ogra que venía hacia la puerta. Candela dijo "¿qué desea?"

Se quedó sin palabras. No le reconoció, era lógico, tan apenas abrió los ojos en su encuentro anterior.

"He encontrado un bicho raro" -contestó rápido- "quisiera saber la especie, ¿a quién le puedo preguntar?" "ahora no tengo tiempo" -respondió ella- "¿lo tiene aquí?"

"No"- siguió Pablo.-"está en casa, no quería que se le rompieran las patas, ya sabe, si quiere lo puedo traer mañana".

"Tráigalo a primera hora"

Se dio media vuelta, mientras esperaba que él cerrase la puerta con él tras ella.

Pablo no había salido. En su afán por controlar la situación estuvo observándola algo más de tiempo. Y, en un mero acto de poder, mientras ella trabajaba sin saber que estaba detrás, le abrió el bolso y le robo el bocadillo, de jamón, muy bueno.

Como no tenía ni idea de dónde sacar un bicho raro, se fue al parque y cogió el más raro que vio.

Aquella tarde Candela se dio un baño, estaba muy gorda, había engordado en general, pero desde luego su barriga estaba hinchada y no tenía buen aspecto. Pensó en un tumor.

Hacía días que le rondaba la idea de la enfermedad por la cabeza, ya no era joven y además estaba cambiando. El pelo lo tenía más bonito que nunca, tan apenas se le caía, la piel hinchada, su tono gris era color rosa melocotón, los ojos muertos estaban líquidos, pero lo que más le preocupaba, o lo único que parecía un síntoma de enfermedad, era su vientre hinchado y duro. Ahí no había grasa, eso era un tumor.

Como buena médico era terriblemente hipocondríaca, y sabía, como buena hipocondríaca, que si no iba al médico no moriría. Sabía que debía darle la espalda a su enfermedad. Se compró una botella de vodka y decidió pasar la noche bebiendo y llorando por su vida, viéndose a sí misma tumbada en su camilla. Se auto compadeció a gusto. Solterona, medio virgen, nunca supo si realmente perdió o no la virginidad con aquel turista en su pueblo ese verano de sus dieciocho.

Su soledad inmensa, sin amigos. Don Paco, el bigotudo conserje que durante años le tiró los tejos y ella que estudió en la facultad de Medicina, que se doctoró con sólo veintisiete años, que sabía todo sobre el microcosmos, no, ni se planteó salir con el inculto borrico con tendencias ludópatas de don Paco. Ni por asomo. Aunque durante años fuera su único as en la manga.

A la mañana siguiente la peor resaca del mundo hizo que, por primera vez en su vida, mintiera para no ir a trabajar.

Él la esperaba pero no llegó. Preguntó a don Paco que qué le pasaba a la forense. Éste dijo que estaba mala. "Vaya, que pena...quería verla" y se fue triste. Se dio cuenta, por aquellos días, de que tenía muchas ganas ya de enamorarse, de sentar la cabeza, de dejar atrás ese sueño infantil de libertad. Tenía su carrera de piano, y ya era hora de que el mundo supiera quien era él. Decidió, y se mantuvo. Ganó suficiente dinero con la guitarra durante esos días para alquilar un piso ilegal.

Pintó las paredes, regeneró su vestuario, se cortó las puntas del pelo, y comenzó trabajando de piano-man en un piano-bar tocando horteradas para horteras. Era un principio.

Y Candela seguía preocupada, el tumor crecía, decidió salir de dudas, ya estaba preparada, ese día estaba triste, así que decidió que se suicidaría de "cáncer a la morfina", qué dulce muerte. Licencia para drogarse a base de bien, con calidad y sin más camello que uno de bata blanca.

En cuanto el médico de cabecera la vio y le tocó la barriga por fuera, le preguntó si era posible que estuviera embarazada. Ella dijo que era del todo imposible. Además de menopáusica llevaba siglos sin tener relaciones. Pero la exploración lo confirmó, estaba embarazada de diecisiete semanas. Era imposible ¡Si prácticamente era virgen!

Aterrorizada, empapada de sudor frío, sufrió un infierno hasta la confirmación de la ecografía.

"¡Es imposible!"-pensaba, pero no dijo más lo de que no era posible porque sabía lo que pensaban los médicos de las vírgenes preñadas, así como de las amnésicas alcohólicas, más propio de su edad. Decidió callar y medio contenta, no estaba segura, tocándose la barriga, volvió dando un paseo a su casa.

"¡Qué raro!, ¡pero qué raro...! no entiendo". Se decía, "y qué mal momento, ahora que pensaba suicidarme con cáncer y morfina, me toca vivir nada menos que la maternidad... ¡No puedo abortar! Eso no, imposible" En el fondo deseaba dejar de estar sola.

Confundida hasta su límite, volvió a casa, y poco a poco asumió su preñez.

No recordaba nada de la camilla soleada ni del salvaje indigente que respondió a sus demandas. Pero Pablo se acordaba de ella. Seguía con su vida. Su piano-bar, las oposiciones de profesor de música, y la leve y lenta decoración del pisito alquilado. Tenía casa, cojines, ascensor y hasta una alfombra en el salón.

Echaba de menos la falta de responsabilidad de su propia vida. Ahora era como si la vida costase esfuerzo, antes era un regalo. Un bocadillo de chóped con queso, era un regalo. Si mamá además había comprado queso bueno para el bocadillo, esto era un día glorioso.

Y no soportaba más acordarse de la calentita Candela en la camilla, volvió a verla. La vio fuera, almorzando y hablando por el móvil, preñada, mucho. Casi le dio un vuelco el corazón. ¡Cómo podía haberle traicionado así!

Ella, sentada en un banco hablaba por teléfono. Ahora Pablo no podría robarle el bocadillo, no le robaría a un niño indefenso, se quedó acurrucado entre los matorrales tras ella, tenía un enorme control en los parques y jardines, sabía volverse invisible como nadie. Escucho la conversación, en la que ella enfadada justificaba su derecho a estar embarazada e ignorar de quien a su hermana. Se enfadó en un momento y colgó. Mordió malhumorada el bocata y sollozó tan hondo que casi se le escapa un llanto.

Pablo, que lo vio y oyó todo desde la discreción de su invisibilidad, salió de su agujero, fingió que estaba rebuscando algo en el suelo. Ella le miró. No le reconoció inmediatamente. Él, muy hábil, mientras continuaba agachado puso su indiscreto culo prácticamente en la cara de ella. Le gustaba provocar. Se volvió y le sonrió y dijo "hombre, es usted, qué casualidad, ando justo buscando un bicho que se me ha escapado" ella, que estaba sorprendida de la naturalidad del chico, contestó "Le interesan los insectos, por lo que veo" "Son bonitos"-replicó él, " Le traje el bicho raro aquella mañana, pero no estaba. Una pena, no he visto otro igual"

Candela sentía la necesidad de ser amable con él, tal vez porque discutir con su hermana le puso nerviosa, y los nervios, a su vez, le hacían sentir vulnerable. Contestó firmemente, como toda una entomóloga "bueno, la verdad, dos insectos pueden parecerse mucho y no tener nada que ver, pero con una descripción podría, a lo mejor, hacerme una idea de la especie y de donde podría encontrar otros""¡claro!"-contesto él, con una sonrisa- casi dio un salto para sentarse junto a ella y le describió la maravilla del bicho. Y hablaron y hablaron, y lo pasaron bien. A ella se le llenaba la boca de tecnicismos, y coqueteaba. Él también, más descarado y algo generoso en gestos, la miraba. Aprovechaba para retirarle una miguita del pelo, aprovechaba ella para tocarle, casi sin tocar, el muslo duro. Aprovecharon todo el día para conocerse, y la noche para pasear entre las frescas terrazas del otoño.

Pablo no le contó cómo fue su primer encuentro. Pero pronto sospechó que el niño era de él. La fecha coincidía. Pero él jamás conoció a la Candela gris, sino a la que él creó, alegre y desahogada. Esta Candela era más que capaz de tener una frenética vida sexual en la que era posible no saber realmente, de entre muchos, cuál sería el padre. Aunque sospechó, más que por la conversación que tenía con él, por lo que oyó que hablaba con su hermana que quizá ella no recordase cómo ni cuándo ocurrió.

Pasaron el día juntos. Pablo le contó de su vida, lo último, que era pianista, que preparaba las oposiciones de piano, no estaba mal...no le daría de comer, pero era digno.

La acompañó a casa.

No subió, pero poco a poco empezaron a verse a menudo.

Ella no podía entender porque ese hombre, algo más joven, se fijaba en ella y más embarazada de otro. Él ya no tenía razón para abandonarla. Necesitaba saber a toda costa si el niño era suyo. Si no era así, se dejaría llevar sin más, pero si el hijo era suyo, si estaba claro, era la señal definitiva de que ella era para él.

Y ya, cuando sin llegar a besarse, establecieron ese tipo de relación en que la confianza aun no es molesta, sino que acerca, Candela, glotona en su sofá riendo viendo una película, tan relajada, tan bien acompañada por su gigante, bebió un trago de horchata que, con la risa se le salió por la nariz. La vergüenza sobresaltó sus ojos, que parecía que se le iban a salir. Ella estaba vulnerable, Pablo, el depredador, aprovechó y preguntó-"dime, Candela ¿Sabes de quien es el niño?" .Candela, molesta por el allanamiento de su morada de vergüenza, contestó seca, mientras se limpiaba para recobrar la dignidad."Ya sabes que no" "de acuerdo" apaciguó él.

El romance sin sexo continuaba entre ambos, Pablo no quería atacar, la veía confusa.

Y así paso el tiempo hasta que nació el niño con los ojos, grandes, como los de papá.

Candela le llamo Pablo, en honor al Pablo que la llevó al hospital a las cinco de la madrugada.

El chico crecía.

Llegó la primavera. Resplandeciente en la siesta, su cuerpo lleno de montañas y valles, otra vez bañado del sol en su cama. El bebé dormía junto a ella, Pablo, experto en robar comida, ahora también conocido como canguro o chico para todo, comía un yogur de ella en el marco de la puerta y la miraba. El sabor agridulce de ella, la falta inevitable de sentido del humor, la mala leche y la inteligencia casi clarividente, la dulzura a ratos, el sexo apasionado y brutal, aunque inconsciente. Amaba a aquella amarga y sentida mujer rara y solitaria.

Se metió en la cama con ella, se tapó con el sol otra vez, se desnudó y la desnudó, ella pensaba que él le quitaba el sujetador para dar de mamar al bebé, tenía tanto sueño que no se quería despertar. A estas alturas la confianza era mucha y se dejaba, pero empezó a besarla y otra vez Candela se entregó, esta vez consciente, apasionada y feliz, a los brazos de su hombre.

Como la última vez, el hambre de ella se hizo evidente, y le devoró.

Y pasaron los meses y se querían y se casaron.

El adoptó al niño como hijo suyo, sabiendo que sí, que lo era. Pero sólo él lo sabía.

Aun no había empezado Pablo padre a enseñar a su hijo a llamarle papá, pero Candela si le enseñó a llamarla mamá. El niño no sabía pronunciarlo bien, y esa labial m se volvía una mp pm...y sin querer el niño decía pmapma, casi papá, tan papá como pudo haber sido mamá dirigiéndose alegre a Pablo.

Candela reía y les miraba "mira, te ha llamado papá" dijo ella-"¿y qué esperabas?"- contesto él.

Nunca hubo test de paternidad, para qué, si ella ni sospechaba quien pudo ser, pero si lo hubiera habido, hubiera sido la primera vez en que, sorprendentemente, el padre adoptivo hubiera sido, inexplicablemente el padre biológico. ¿Cuántas probabilidades hay de eso?

5 Response to "La pequeña Candela"

  1. Anónimo Says:

    Me gusta mucho Candela. Me gusta mucho el cuento.

  2. Mir Says:

    Un relato encantador. Muy bonito. ^^

  3. kassandra Says:

    Gracias.

  4. Anónimo Says:

    Imagínate. Candela podmeos ser cualquiera. Pablo no hay dos, pero es importante pensar que puede existir. En realidad, ahora que lo pienso, todas somos un poco Candela, un poco Pablo. ¿Merece la pens tan sólo ser honestos?. Espero que sí, es lo único que sé hacer.

  5. kassandra Says:

    Y para qué quieres mas Anónimo ?

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